Los hijos pródigos
“When I was your age they used to say you could become cops or criminals.
What I'm saying to you is this... When you're facing a loaded gun,
what's the difference?”
What I'm saying to you is this... When you're facing a loaded gun,
what's the difference?”
Frank Costello
Los Infiltrados podría inscribirse en ese subgénero del policial que es el policial construido con montaje paralelo -en la tradición de Fuego contra Fuego de Michael Man-, pero para qué hablar de esto... si a fin de cuentas: hablamos de Scorsese.
Y el cine de Scorsese, aunque digan que quiere un Oscar, siempre evade la clasificación fácil -aunque digan que se traicionó-, aunque digan que está viejo y aggiornado.
La visión de Marty es la de un hombre entre dos mundos, la de alguien que carga la cruz de no encajar. Siempre –siempre-, Marty divide el mundo en series de binomios: la Iglesia y las calles; la familia y el barrio; la virgen y la puta; el cielo y la tierra; los buenos, los malos; policías y criminales; los tanos y los negros; los ricos, los pobres; la lealtad y la traición. Pero entonces, cuando todo ya está ordenado y prolijo, Marty arroja a sus criaturas a mitad de camino entre los polos y, como el buen Dios que es, les otorga el terrible libre albedrío desatando tormentas –como la de Cristo en el desierto-. Los Infiltrados continúa esta aristotélica tradición y está radicalmente dividida en dos: la historia de Billy Costigan y la de Colin Sullivan, que son dos y son el mismo. Y aquí también, Scorsese prende la licuadora y derrumba las seguridades.
Identidad. Este es el tema que cruza la película. ¿Quién es quién en el juego de máscaras? ¿Quién puede decirme quién soy? Cuando sus superiores le proponen la misión de infiltrarse en el terreno del capomafia barrial de turno, Costello, le preguntan a Billy: ¿Querés ser policía, o querés parecer un policía? Porque no es lo mismo. No, no es lo mismo. Y Billy lo sabrá; pero entenderá, además, que uno también es lo que parece ser.
El cielo es aquello que sólo podemos mirar. Y el infierno está en la tierra. Dios se esconde detrás de cámara, pero delante de ella hay un demonio que no deja de bailar: la malignidad de las cejas de Nicholson lo ubican en su lugar. Es un padre para los dos chicos, y es como un padre para todas las chicas de Boston Town. Pocas cosas escapan a la amplitud de su campo visual –al fin y al cabo no es Dios-, y su desmesura le alcanza para jugar en más de una cancha a la vez. Manchado de sangre -porque la suya es una misión terrenal, y todo en la tierra se mancha de sangre-, se coge a la negra y la blanca.
De fondo: la cúpula de la Iglesia de Boston. De fondo está aquella Meca que se puede más que mirar –y Sullivan se elige un derpa cuyo balcón se lo enrostra constantemente-, porque aquí, en el mundo sublunar, todo está viciado. El cielo es aquello que sólo miramos -¿y nos mira?-, pero Marty tiene claro –viejo y tanguero nomás- que ni es cielo ni es azul. La identidad es aquello que no puede perderse porque uno siempre es lo que es –así como hegelianamente siempre se es lo que no se es-. Sin embargo, lo único que quiere el pobre de Billy es recuperar la que piensa perdida: la de aquel que era, o pudo haber sido: un prolijo cadete de la policía estatal. Curioso que tenga que morir para conseguirlo. Curioso que su búsqueda del yo –porque de eso se trata, ¿no?- se encamine a través de una psiquiatra. Billy quiere ser quien era, quiere ser quien es, y escribe una carta que –sí, Lacan también habita esta película- sólo llega a destino cuando llega a destino. Claro, lo sabemos: las cartas siempre llegan.
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